George Soros

George Soros


Hay personajes que parecen salidos de una novela: millonarios enigmáticos, filósofos de los mercados, benefactores sospechosos. George Soros encarna a todos ellos. En él conviven el especulador que ganó mil millones en un solo golpe financiero y el pensador que denuncia las fallas del sistema que lo hizo rico.

A sus más de noventa años, Soros sigue siendo un símbolo de contradicciones: el magnate que desconfía del capitalismo, el judío húngaro perseguido que se convirtió en uno de los hombres más poderosos del planeta.

Nació en 1930, en una Budapest ensombrecida por el antisemitismo y la Segunda Guerra Mundial. Se llamaba György Schwartz, hijo de una familia que debió esconder su identidad para sobrevivir a la ocupación nazi. Aquella experiencia marcó su visión del mundo: entendió, desde muy joven, que las estructuras que parecen eternas pueden desmoronarse en un día.

George Soros y su emigración

Cambió de apellido, escapó del terror y, tras la guerra, emigró a Inglaterra. En Londres, mientras servía mesas y trabajaba en los ferrocarriles, estudiaba economía en la London School of Economics, bajo la influencia del filósofo Karl Popper, quien le transmitió la idea de una “sociedad abierta”, capaz de cuestionarse a sí misma y de resistir al autoritarismo.

Ese concepto sería su brújula moral y el nombre de su futura obra filantrópica: Open Society Foundations. Pero antes, Soros se haría un lugar en el corazón del capitalismo que tanto criticaba. En 1956 cruzó el Atlántico y llegó a Nueva York. Su mente analítica y su instinto para detectar desequilibrios en los mercados le permitieron ascender rápidamente. En 1970 fundó su propio fondo, Soros Fund Management, y, poco después, el legendario Quantum Fund. En los pasillos de Wall Street empezó a forjarse el mito de un hombre que parecía leer los movimientos del dinero antes que muchos.

Los mil millones de dólares que ganó

Su consagración llegó en 1992, el año en que “quebró el Banco de Inglaterra”. Apostó contra la libra esterlina cuando pocos creían que caería. Su intuición —o su frialdad matemática— resultó certera: la libra se desplomó y Soros ganó mil millones de dólares en un mes. La prensa británica lo bautizó como El hombre que quebró el Banco de Inglaterra. El público lo miró con una mezcla de fascinación y desconfianza: héroe para unos, villano para otros. Desde entonces, su nombre quedaría ligado al poder invisible de las finanzas globales.

Pero Soros no se conformó con amasar fortuna. En los años noventa, decidió usar su riqueza para promover lo que consideraba su misión política: reformar el capitalismo. Creó la red Open Society Foundations, destinada a fortalecer democracias, defender derechos humanos y apoyar a quienes viven bajo regímenes autoritarios.

Las donaciones y los cuestionamientos

Sus donaciones fluyeron hacia universidades, medios de comunicación, programas de salud y justicia. En Europa impulsó la creación de la Universidad Centroeuropea, con la idea de formar líderes capaces de pensar críticamente. En África financió campañas contra el VIH; en América Latina apoyó proyectos periodísticos y de transparencia. En Estados Unidos se convirtió en uno de los mayores donantes del Partido Demócrata, defendiendo políticas de inclusión y reforma carcelaria.

Su influencia, sin embargo, despertó recelos. Para algunos gobiernos, Soros es el símbolo de la injerencia extranjera disfrazada de filantropía. En su país natal, el primer ministro húngaro Viktor Orbán lo convirtió en enemigo público, acusándolo de promover la inmigración y debilitar la identidad nacional. En las redes y en los márgenes de la política, su figura se transformó en el epicentro de innumerables teorías conspirativas: que financia revoluciones, que manipula elecciones, que controla la economía mundial.

George Soros, por su parte, parece haber aceptado ese destino de personaje incómodo. “No me interesa ser popular”, ha dicho. Su poder real, afirma, no está en el dinero sino en las ideas. A su manera, ha sido un disidente dentro del propio sistema que lo coronó.

Denuncia la “irracionalidad” de los mercados y la codicia de los inversores, aunque él mismo los haya dominado con maestría. Tal vez su vida sea un experimento moral: demostrar que incluso dentro del capitalismo más salvaje se puede intentar abrir grietas por donde entre un poco de razón.

En 2023, con más de noventa años, cedió las riendas de su imperio de más de 7 mil millones de dólares a su hijo Alexander. Su legado, sin embargo, sigue siendo un espejo incómodo de nuestra época: un mundo que venera la riqueza y teme al pensamiento crítico.

 

 

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