Imelda Marcos

Imelda Marcos


En el apogeo de su imperio dorado, cuando el apellido Marcos se pronunciaba en Filipinas con una mezcla de temor y reverencia, Imelda Romuáldez Marcos brillaba —o cegaba— como pocas figuras en la historia del siglo XX.  Era la Mariposa de Acero: majestuosa, luminosa, aparentemente frágil, pero sostenida por un autoritarismo férreo y una ambición sin límites.

Desde su torre de glamur y poder, Imelda se convirtió en la mujer más polémica del planeta, símbolo de un lujo tan desmesurado que parecía imaginado por un novelista. Y, sin embargo, todo fue real: las cifras, los baúles, los zapatos, los millones. Todo, según las investigaciones.

Un ascenso tan veloz como improbable

Los comienzos de Imelda difícilmente anticipaban semejante ascenso. Sexta hija de un abogado poco conocido de Manila, pasó de reina de belleza local a esposa del entonces congresista Ferdinand Marcos tras un romance tan veloz que aún hoy parece una leyenda: once días bastaron para sellar una unión que moldearía el destino de un país entero. La boda fue secreta; el anillo, de 300.000 dólares. Sería la primera muestra de una vida marcada por el derroche y el artificio.

Cuando Ferdinand asumió la presidencia en 1965, Imelda ya no era solo la esposa del mandatario: era una institución paralela, una marca. Su guardarropa era un museo vivo de opulencia, con vestidos valorados en 80.000 dólares y sujetadores que, según los rumores, podían detener balas.

Poseía 175 obras de arte, entre ellas piezas maestras de colecciones privadas; acumuló miles de zapatos —se hablaba de 3.000— y organizaba fiestas tan fastuosas que la élite internacional competía por ser invitada. Imelda no vivía en el lujo: era el lujo.

Imelda Marcos una co-presidenta sin título

Pero su poder no se limitaba al vestuario ni a las cámaras. La Primera Dama realizaba gestiones diplomáticas y financieras como si fuera una co-presidenta sin nombramiento oficial. Dormía apenas dos horas y presumía de reuniones con figuras que iban desde presidentes como Ronald Reagan y Lyndon B. Johnson hasta Saddam Hussein y Muamar el Gadafi.
Se proclamaba, sin titubear, “la madre de Filipinas”. Su halo la convirtió en una versión tropical de Jackie Onassis, con la diferencia de que su historia se escribía entre los pliegues de una dictadura.

El régimen de Ferdinand Marcos dejó un saldo espeluznante: 3.257 ejecuciones extrajudiciales documentadas, 35.000 torturas, 77 desapariciones forzadas y 70.000 encarcelamientos políticos. Filipinas, desangrada por el autoritarismo y la corrupción, quedó al borde del colapso. The Washington Post situó a Marcos entre los mayores saqueadores de la historia, mientras que Guinness World Records consignó la magnitud del robo: entre 5.000 y 10.000 millones de dólares, cifra que por sí sola podría haber liquidado la deuda externa del país.

En febrero de 1986, harto de la miseria y el abuso, el pueblo filipino salió a la calle en un levantamiento cívico sin precedentes. La familia Marcos huyó precipitadamente hacia Hawái, dejando atrás un país exhausto y palacios repletos de vestidos, joyas y dinero en efectivo. Aun así, se llevaron 15 millones de dólares en metálico. Ferdinand ganaba oficialmente 13.500 dólares al año.

Juicios, poder y milagros políticos

Tras la muerte del dictador en 1989, Imelda enfrentaba teóricamente 77 años de cárcel por corrupción, fraude y crimen organizado. Pero la sombra del poder, incluso debilitado, seguía flotando a su alrededor. Con asombrosa fortuna —o habilidad, o apoyos influyentes— no pasó un solo día en prisión. De hecho, se presentó a la presidencia en 1992 y 1996. La historia, a veces, es generosa con quienes la torcieron.

Su vida posterior al exilio es un catálogo de excesos casi cinematográficos. La revista Newsweek la llamó una de las personas más codiciosas de todos los tiempos. Ella respondió con una frase que solo podría pertenecerle: “Me declaro culpable. Para mí, la codicia es dar”.

En documentos rescatados tras la caída del régimen se detallaba cómo había gastado 1.5 millones de dólares durante un solo viaje a Kenia, Irak y Nueva York, usando dinero del servicio de inteligencia filipino. Llegó a comprar 20 baúles de mercancías en una sola travesía y cientos de cajas de caramelos de macadamia.

Su secretaria registró también compras delirantes: 43.370 dólares en vajilla de plata, 560.000 en joyas antiguas, 451.000 en gemas de Cartier, 3.5 millones por una supuesta pintura de Miguel Ángel, y 35.000 dólares en limusinas… en un día. En otra ocasión gastó 2.000 dólares solo en chicle.

Amistades poderosas

En 1988, cuando enfrentaba cargos de crimen organizado en Manhattan, fue la multimillonaria Doris Duke quien pagó su fianza de 5 millones de dólares. Con una fortuna de 800 millones, Duke incluso le prestó su Boeing 737 para viajar a Nueva York. Imelda seguía orbitando en un universo reservado a los archimillonarios y a los inmunes.

Los excesos siguieron alimentando su mito. Para la boda de su hija Irene, en 1983, Imelda gastó 10.3 millones de dólares. Construyó un hotel, renovó casas para que parecieran del siglo XVII y dispuso un transatlántico con 500 camarotes de lujo. Todo para una ceremonia que la novia quería íntima.

Hoy, su colección de zapatos se exhibe en un museo que ella misma inauguró. En Filipinas, el “síndrome Imelda Marcos” es sinónimo de ostentación desbordada; “imeldífico”, de todo aquello que exagera la extravagancia. No es casual: hizo traer arena blanca de Australia por avión para mejorar una playa, vació tiendas libres de impuestos para que nadie compartiera su perfume y envió un jet privado de regreso a Roma porque había olvidado comprar queso.

El eco de un legado incómodo

A sus 96 años, absuelta, indemne y aún influyente, Imelda sigue siendo un espejo incómodo para su país: un símbolo de belleza y de abuso, de lujo y de tragedia. Y su legado volvió a la vida en 2023, cuando su hijo Ferdinand Marcos Jr. devolvió la dinastía al palacio presidencial.

En Filipinas aún resuena la frase que ella misma pronunció: “He estado en más círculos de poder que ninguna otra mujer en la historia”. Quizás, con ella, también el eco de una advertencia: la historia, como bien sabe Imelda, siempre está dispuesta a repetirse.

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