Para la familia de al lado, Armin Meiwes era el vecino ideal. Siempre dispuesto a cortar el césped, reparar un carro o compartir una cena. En Rotenburg, una apacible localidad alemana rodeada de bosques y silencios, nadie habría imaginado que aquel informático amable, de mirada serena y modales suaves, escondía uno de los secretos más perturbadores de la historia criminal moderna.
Durante años, Meiwes vivió solo en una mansión antigua y desvencijada, herencia de su madre, una mujer dominante cuya muerte, en 1999, lo dejó hundido en un aislamiento absoluto. Cada noche, la luz de su ventana se mantenía encendida hasta altas horas: el “vecino perfecto” navegaba por foros de internet en busca de algo que pocos se atreverían siquiera a imaginar.
El anuncio de Meiwes en internet
Su anuncio era breve, directo, imposible de interpretar como broma: “Busco un hombre joven, de buen físico, dispuesto a ser comido”. Y lo más sorprendente es que alguien respondió. Bernd Brandes, un ingeniero berlinés de 43 años, contestó al mensaje movido por una fascinación tan inexplicable como trágica. Ambos comenzaron a intercambiar correos, luego conversaciones de chat, en las que planearon con precisión un encuentro que no tendría retorno.
Una tarde de marzo de 2001, Brandes tomó un tren hacia Rotenburg. Nadie en la estación notó nada extraño: un hombre común con un destino insólito. En la casa de Meiwes, el ambiente era de calma calculada. Compartieron una comida ligera, un momento íntimo, y después, el ritual comenzó.
Las pastillas que ingirió Brandes
Brandes ingirió veinte pastillas para dormir y un licor fuerte, pero permaneció consciente, lo suficiente para ser testigo de su propio sacrificio. En la cocina de madera oscura, Meiwes cumplió su fantasía. Cocinó una parte del cuerpo de su invitado y ambos probaron el primer bocado.
Mientras Brandes agonizaba, Meiwes lo colocó en una bañera, donde lentamente perdió el conocimiento. El anfitrión, según su propio testimonio, se retiró a leer una novela de ciencia ficción, aguardando el final. Luego lo apuñaló en el cuello con precisión quirúrgica. En ese instante, el deseo se transformó en una macabra rutina doméstica.
Durante semanas, Meiwes almacenó los restos de Brandes en su congelador, junto a pizzas y verduras. Cada noche, descongelaba pequeñas porciones, las freía con ajo y aceite de oliva, encendía unas velas, servía vino y cenaba en silencio. “Quería tenerlo conmigo, para siempre”, declararía después.
La búsqueda de la víctima
La desaparición de Brandes generó sospechas entre sus colegas, pero fue un estudiante austriaco quien, al leer una inquietante publicación en un foro, alertó a la policía. Al registrar la casa de Meiwes, los agentes hallaron fragmentos congelados de carne humana y un video que documentaba todo el proceso.
Durante el juicio, celebrado en Kassel, Alemania entera contuvo el aliento. El acusado, de semblante tranquilo, narró con frialdad cada detalle: cómo había encontrado a Brandes, cómo lo había cocinado y por qué lo había hecho. No había odio ni venganza en su voz, solo una lógica distorsionada. “Siempre tuve la fantasía y al final la cumplí”, dijo.
Los psiquiatras explicaron que su obsesión tenía raíces profundas. De niño, tras el abandono de su padre, Meiwes había inventado un hermano imaginario al que prometió no dejar nunca. Con los años, aquella necesidad de pertenencia se transformó en la idea de poseer completamente a alguien, de integrarlo a sí mismo. La muerte de su madre avivó el impulso hasta hacerlo insoportable.
La defensa argumentó que Brandes había consentido el acto, lo que en el derecho alemán podía interpretarse como “homicidio a petición”, un delito menor. Pero la fiscalía insistió en que el consentimiento no anulaba la brutalidad del crimen. El video —presentado solo ante el tribunal— mostraba escenas de tortura y mutilación que helaron la sangre de los presentes.
Un país dividido
El caso de Armin Meiwes dividió al país y al mundo entre el morbo, la incredulidad y el horror filosófico. ¿Hasta dónde puede llegar el deseo humano? ¿Dónde termina la libertad y comienza la locura? Los psicólogos hablaron de un “fetichismo extremo”, una forma de apego patológico en la que el amor solo podía expresarse devorando al otro.
Finalmente, tras un segundo juicio en 2006, el tribunal desechó el argumento del consentimiento y lo condenó a cadena perpetua. Desde su celda, Meiwes aseguró haberse convertido en vegetariano y dedicarse a “reflexionar sobre la vida”. El caníbal de Rotenburg, como lo bautizaron los medios, sigue siendo un símbolo oscuro de las fronteras más inquietantes del alma humana: un hombre que quiso amar tanto que terminó devorando. (10).
