Son las cinco en punto, y el reloj del salón marca la hora sagrada del té. En la Inglaterra de la reina Victoria —esa monarca que reinó de 1837 a 1901— el té de la tarde no era solo una bebida: era una institución. La hora del té se convirtió en el escenario perfecto para la sociabilidad femenina. Allí las mujeres encontraban un respiro. Podían recibir visitas sin la vigilancia de sus maridos, comentar las noticias, intercambiar confidencias y, por un par de horas, sentirse dueñas de un pequeño reino: su mesa.
Cansadas de pedir permiso para existir políticamente, las mujeres inglesas se rebelaron. En una Inglaterra donde una mujer debía hablar bajito, bordar bien y sonreír discretamente, un grupo de ellas decidió que la voz femenina merecía escucharse más allá del salón de la casa. Y allí estaba Emmeline Pankhurst dispuesta a demostrar que la igualdad no se pedía, se conquistaba.
“Hechos, y no palabras”, proclamó. Y las manos que antes sostenían tazas de porcelana en la hora del té comenzaron a empuñar piedras. Las calles de Londres, acostumbradas al paso de caballeros con sombreros de hongo, se llenaron de faldas decididas marchando hacia la oficina del Primer Ministro. Las sufragistas no pedían favores: exigían derechos.
Los padres y la revista
Emmeline había nacido en 1858, en una casa donde el pensamiento libre era una costumbre hereditaria. Su madre compraba la Revista del Sufragio Femenino, y la joven Emmeline, a los catorce años, descubrió en sus páginas el fuego de la rebeldía. La editora, Lydia Becker, fue su primera heroína. Desde entonces, la idea de justicia se le quedó prendida como un broche en el corazón.
A los veinte años conoció a Richard Pankhurst, abogado socialista y veinte años mayor que ella. Se casaron rápido, con la certeza de compartir una misma fe: la igualdad. Tuvieron cinco hijos y un hogar donde las conversaciones sobre política eran tan cotidianas como el té de las cinco. Pero cuando Richard murió en 1898, Emmeline quedó sola frente a una causa dormida entre discursos amables. Comprendió entonces que la cortesía no abría urnas ni cambiaba leyes.
Así nació la Unión Social y Política de Mujeres (WSPU), un ejército de faldas largas y convicciones. Cambiaron los manifiestos por marchas, los rezos por huelgas, los abanicos por pancartas. Y el país entero comenzó a temerles. Las sufragistas rompían vidrieras, se encadenaban a las rejas del Parlamento y gritaban por un voto que no era un capricho, sino una deuda histórica.
El gobierno respondió con cárcel, golpes y desprecio. Pero ni los barrotes ni las burlas lograron domesticarlas. En prisión, muchas iniciaron huelgas de hambre; y el Estado, incómodo ante su valentía, inventó un método tan cruel como cínico: liberarlas al borde del colapso y recapturarlas al recuperarse. Lo llamaron la “Ley del gato y el ratón”, una metáfora perfecta de la política británica del momento.
Arrestada y la marcha
Emmeline fue arrestada tantas veces que su nombre se volvió sinónimo de desafío. Cada detención alimentaba su mito. “No hay poder que detenga la idea cuyo tiempo ha llegado”, repetía mientras marchaba al frente de sus compañeras. En 1914, la WSPU reunía más de cien mil militantes y una determinación indestructible.
Pero la guerra cambió el rumbo. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Emmeline y su hija Christabel suspendieron las protestas para apoyar al ejército británico. Creían que demostrar patriotismo sería la prueba final de la capacidad femenina. Sin embargo, Sylvia, otra de sus hijas, se negó: fiel al socialismo y al pacifismo, mantuvo su lucha en los barrios obreros. La familia Pankhurst, símbolo de unidad, se fracturó como una nación en conflicto.
El final llegó con la paz. En 1918, el gobierno concedió el derecho al voto a las mujeres mayores de treinta años. Diez años después, lo amplió a todas las mayores de veintiuno. Emmeline no alcanzó a celebrarlo: murió en junio de 1928, apenas semanas antes de que la ley entrara en vigor. Aquellas damas del té que un día aprendieron a lanzar piedras a las ventanas del poder acabaron derribando sus muros.
