Carandiru

Carandiru


La tarde del 2 de octubre de 1992 un puñado de presos corría detrás de una pelota en la cancha cercana al Pabellón 9 del Complejo Penitenciario de Carandiru, en São Paulo. Era viernes y, para muchos, el fútbol era el único respiro entre el hacinamiento, el calor y la tensión diaria. En cuestión de horas, ese partido marcaría el inicio de la peor masacre carcelaria en la historia de Brasil.

Primero fue una discusión. Un empujón. Una navaja improvisada. El tumulto creció como una chispa en un depósito de pólvora. Los presos se arremolinaban, gritaban, corrían por pasillos estrechos que olían a humedad y frustración. Algunos incendiaron colchones; otros simplemente intentaban no quedar atrapados en la pelea. Para la mayoría, no se trataba de un motín, sino de una riña entre dos internos que, como tantas otras veces, se les había ido de las manos.

La mentira de las autoridades

Pero puertas afuera, el relato sería distinto. Para las autoridades, el episodio era un levantamiento. Una rebelión. El argumento perfecto para justificar una intervención contundente en un presidio que ya era símbolo del colapso del sistema penitenciario brasileño. Aunque su capacidad oficial era de 3.250 personas, casi 7.000 hombres sobrevivían allí, hacinados en pabellones donde la vida valía poco y la muerte, a menudo, nada.

Cuando la Policía Militar de São Paulo recibió la orden, nadie dudó. Eran vísperas de elecciones municipales y cualquier imagen de control, autoridad o mano dura era un activo político invaluable. Lo que vino después no fue una operación de contención: fue una carnicería.

“Era una cascada de sangre”

A las pocas horas del tumulto, 341 policías —armados con fusiles, escopetas y munición letal, acompañados de perros— ingresaron al Pabellón 9. No hubo negociación, ni advertencias, ni intentos de diálogo. En apenas veinte minutos, 111 presos yacían muertos. Otros 110 resultaron heridos. Del lado policial, no hubo un solo herido leve. Nada.

El primero en entrar al lugar después de la matanza fue el perito criminal Osvaldo Negrini. Su testimonio aún estremece: “Para alcanzar el primer piso tuve que subir una escalera. Era una cascada de sangre. La sangre corría escalera abajo y me llegaba hasta la canilla”.

Negrini y un fotógrafo de la Policía Civil registraron todo: cuerpos apilados, celdas perforadas por ráfagas de ametralladora, paredes ennegrecidas por el humo de los colchones quemados. Las imágenes hablaban por sí solas. En su informe, el perito señaló que 85 de las 111 víctimas fueron ejecutadas dentro de sus celdas. No habían ofrecido resistencia. No habían salido a pelear. No habían disparado.

“Muchos disparos fueron realizados desde las ventanillas de las puertas de las celdas, con ametralladora —detalló—. Así mataban a cuatro o cinco presos de una vez”.  Los análisis balísticos revelaron un dato irrefutable: el 95 % de los disparos fue desde fuera hacia dentro.

Ninguno hacia afuera. Las supuestas armas incautadas a los presos estaban oxidadas, inservibles. Algunas ni siquiera podían disparar. Cuando Negrini entregó su dossier, comenzaron las amenazas anónimas. Pedir protección se convirtió en una paradoja cruel: debía solicitarla a las mismas autoridades a las que estaba acusando de exceso de violencia.

El eco de la impunidad en Carandiru

Carandiru se convirtió entonces en un espejo incómodo para Brasil: un reflejo de su política de encarcelamiento masivo, de una policía que mataba más que cualquier otra en el mundo, de un Estado que se apresuraba en borrar rastros cuando la violencia era cometida por sus propias instituciones.

Para la jurista Maíra Rocha Machado, que estudió el caso, la impunidad comenzó al día siguiente. “Empezaron a borrar pruebas. Una masacre dentro de una institución del Estado es gravísima, inadmisible”, afirmó a los medios de comunicación.

La demolición del presidio fue parte de ese intento de silenciamiento. En 2002 dinamitaron tres pabellones. En 2005, otros dos. En su lugar, un parque luminoso y moderno lleva un nombre simbólico: Parque de la Juventud. El único recordatorio visible es el Espacio Memoria Carandiru, inaugurado en 2018 con objetos donados por los propios presos antes de la voladura.

La sentencia y el indulto

Años después en 2012,  los responsables materiales de la masacre comenzaron a ser juzgados. En uno de los fallos, 25 policías recibieron condenas de 624 años cada uno por el asesinato de 52 presos. En la práctica, ninguno cumpliría más de 30 años.

Los policías condenados por la masacre fueron indultados por el expresidente Jair Bolsonaro el 23 de diciembre de 2022, en una de las últimas medidas que tomó durante su gobierno, pero menos de un mes después, ya con Lula en la presidencia del país, el Tribunal Supremo de Brasil anuló esos indultos. La masacre sigue siendo una cicatriz abierta. No solo por los muertos, sino por la certeza de que el Estado, lejos de proteger, puede aniquilar.

 

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