En las alturas frías de los Andes, mucho antes de que existieran los cárteles, los laboratorios clandestinos o los titulares de la prensa, crecía una planta que los pueblos originarios consideraban sagrada. La hoja de coca —de verde intenso, olor terroso y sabor amargo— era un don de los dioses.
Los incas la usaban para soportar el hambre, el cansancio y la altura. La mascaban en ceremonias religiosas y en jornadas de trabajo interminables. Se dice que, gracias a ella, se construyeron los caminos del Tahuantinsuyo, el vasto imperio que unió el corazón de Sudamérica mucho antes de que llegaran los conquistadores.
Cuando los españoles pusieron un pie en los Andes en el siglo XVI, llamaron a esa planta “agente del diablo”. Pero la condena duró poco. Descubrieron pronto que, sin coca, los indígenas no podían rendir igual en las minas y los campos.
Así que, en un giro pragmático —y lucrativo—, pasaron de prohibirla a regularla, incluso a gravarla con impuestos. Pagaban a los trabajadores con hojas, como si fuesen monedas verdes. A Europa llegaban entonces productos de todo el continente americano, pero la coca tardó en abrirse paso: a los europeos les resultaba impensable masticar hojas para obtener energía.
De sagrada a demonizada: la coca antes de la cocaína
La verdadera metamorfosis llegó en el siglo XIX, en los laboratorios. En 1855, el químico alemán Friedrich Gaedcke aisló el alcaloide responsable del efecto estimulante de la coca. Su estudiante, Albert Niemann, perfeccionó el proceso y le dio un nombre que marcaría la historia: cocaína.
Lo que siguió fue una avalancha de fascinación científica y médica. Médicos, farmacéuticos y aventureros la celebraron como una panacea moderna. El médico Sigmund Freud escribió sobre sus virtudes en su célebre ensayo Über Coca, convencido de que había hallado un remedio para la depresión y la fatiga. En América Latina, el químico Henry Hurd Rusby ideó un método para producir pasta de cocaína que facilitaba su transporte, abriendo la puerta a una industria global.
El nacimiento del polvo blanco y su época dorada
Durante unas décadas, la cocaína fue la droga de moda, legal y prestigiosa. Se vendía en farmacias como tónico para todo: asma, sífilis, incluso adicción al opio. Un vino de Burdeos, Francia, con infusión de hoja de coca —el Vin Mariani— conquistó a celebridades como Thomas Edison y el zar de Rusia. Inspiró, de hecho, la primera receta de la Coca-Cola, que contenía pequeñas dosis del alcaloide. La “droga milagrosa” se convirtió en sinónimo de modernidad, energía y refinamiento.
Pero, como todo lo que sube, tuvo que bajar. A comienzos del siglo XX, los efectos adictivos y devastadores de la cocaína empezaron a hacerse evidentes. Las asociaciones médicas retiraron su apoyo y los gobiernos impusieron las primeras leyes restrictivas. Estados Unidos lideró una cruzada moral y política contra las drogas, marcada por un discurso racista y punitivo. Así nació el mercado negro, y con él, una cadena interminable de violencia y dinero.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la cocaína perdió protagonismo frente a otras sustancias más “psicodélicas”. En los sesenta, sin embargo, el polvo blanco regresó, glamurizado por el cine y la cultura pop. Las revistas Rolling Stone y Newsweek la describían como inofensiva y chic.
Cárteles, guerra y una ruta que nunca se detiene
La década siguiente cambiaría el guion para siempre. En 1971, el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon declaró la “guerra contra las drogas”, un conflicto que se transformó en política de Estado. Más cárceles, más represión, más millones. El enemigo público número uno había sido identificado, y tenía forma de polvo blanco.
Los ochenta fueron, literalmente, una década blanca. La cocaína circulaba por las discotecas, las oficinas y las calles. Era barata, pura y omnipresente. Al mismo tiempo, el crack —una versión más accesible y destructiva— arrasaba con los barrios pobres de Estados Unidos. Los medios hablaban de epidemia y los gobiernos respondían con más policía. En paralelo, desde el sur, los cárteles colombianos transformaban la cocaína en un imperio.
El Cártel de Medellín, comandado por Pablo Escobar, convirtió la droga en símbolo de poder absoluto. Con aviones privados, submarinos y toneladas de billetes, desafió al Estado colombiano y a la DEA. Tras su muerte en 1993, la estructura criminal no desapareció; mutó. El Cártel de Cali tomó el relevo, más discreto y eficiente, con una red que infiltró gobiernos, ejércitos y corporaciones. Cuando la presión cayó sobre Colombia, México se convirtió en la nueva ruta del tráfico. Los grupos mexicanos —Sinaloa, Juárez, Tijuana— heredaron la logística, la violencia y los beneficios. Hoy, la cocaína sigue fluyendo hacia Estados Unidos, Europa y Asia, sostenida por una cadena criminal tan flexible como indestructible.
Nace un nuevo negocio con la cocaína
Cada intento de represión ha generado una nueva forma de negocio. Las incautaciones, las extradiciones, los grandes arrestos apenas han arañado la superficie. La cocaína ha sobrevivido a científicos, médicos, moralistas y presidentes. Ha pasado de ser una planta sagrada a una mercancía global. En el proceso, ha moldeado políticas, economías y guerras, dejando un rastro de muertos y fortunas que se renuevan con cada década.
En las montañas de Perú, Bolivia y Colombia, los campesinos siguen cultivando coca como lo hacían sus antepasados. Para ellos, sigue siendo una planta mágica, símbolo de resistencia y sustento. Pero para el resto del mundo, su polvo refinado es sinónimo de poder, adicción y tragedia. Cientos de años después, la cocaína sigue corriendo por las venas de la historia: desde los rituales incas hasta los clubes de Nueva York.
